Con la lectura completa del texto bíblico he aprendido a conocer un poco más al Dios vivo y verdadero, al Dios viviente revelado en las Escrituras, Su carácter, Sus atributos y Sus perfecciones. He comprendido que el conocimiento que tenía de Dios era muy limitado, incluso mucho más intelectual que como la persona divina que Es en esencia. He aprendido que se trata de un Dios personal, íntimo y completamente involucrado con toda Su creación, especialmente con Sus escogidos, Su pueblo elegido. He aprendido que Su plan de redención es indestructible, inexorable y perfecto. De todos los planes que pudieran haber existido para reconciliar al hombre con Su creador, este plan es el mejor, y el único plan más sabio y perfecto porque Su hacedor es el más sabio y perfecto.
He aprendido que la mente humana es finita, limitada y permanece en tinieblas delante de la mente infinita, inescrutable y plena de luz del Señor, nuestro Dios. La palabra de Dios es insondable, no podemos comprender, ni siquiera valorar en una balanza, todo el peso de Su amor, Su justicia y Su Poder, que sobrepasa todo entendimiento humano, que hace estallar la mente cuando somos confrontados con sus preceptos y mandamientos, y que atraviesa hasta lo más profundo del corazón cuando somos humillados con sus promesas y fidelidad.
Realmente, necesitamos conocer aún mucho más al Dios de las Escrituras, someternos como esclavos voluntarios a Su Ser.
Pero, también aprendí, que una obra de tal magnitud, sobrenatural y divina solamente es posible con la intervención de Dios mismo en la vida de una persona; que no existe absolutamente nada en un ser humano que pudiera hacerlo merecedor de la más mínima misericordia del Señor, sino que es Él mismo, por Su propia gracia, porque así le plació hacerlo, conceder la salvación al hombre por medio de Su Hijo Jesucristo y en el poder del Espíritu Santo. Aunque buscamos día tras día -por nuestra naturaleza caída- obtener alguna sonrisa de Dios por causa de nuestras propias obras y mediante nuestros esfuerzos, caemos de rodillas al poder ver, nuestra “vida miserable de pecado” delante de un Dios santo, justo, poderoso y misericordioso. Somos menos que nada porque nuestras obras de justicia son como trapos de inmundicia delante del Dios santo.
Aprendí, que, si hay alguna cosa que pueda ser agradable al Señor, nuestro Dios, es porque Él mismo obra tanto el querer como el hacer por Su buena intención. Ni siquiera esto que estoy escribiendo ahora mismo, podría ser de aroma agradable y darle la gloria que Dios se merece, por causa de mi entendimiento, talento o inteligencia, porque las palabras son insuficientes para expresar la gloria del único Dios que existe y que nos ha mirado con sus ojos de gracia inmerecida; qué privilegio inconmensurable conocer a un Dios que nos ha amado no por lo que somos, sino “a pesar de lo que somos”. Y es muy importante saber que esto es así “desde antes de la fundación del mundo”, que nuestro nombre está “escrito en el libro de la vida”. Esto no tiene explicación humana posible, es sencillamente “un milagro”.
He aprendido que Dios no va a cambiar Su plan porque su carácter es inmutable. Que todos sus atributos divinos y perfecciones actúan simultánea y perfectamente en cada hecho de la historia de Su plan redentor. Es una realidad espiritual que nos arroja a Sus pies porque estamos completamente separados de Él y aún así, Él nos amó primero, sin merecerlo, para ser conocidos por Él y tener acceso al trono de Su gracia mediante Cristo Jesús.
Aprendí que, desde la antigüedad, por causa de la caída del hombre en desobediencia, por su pecado, Dios predeterminó que había una “esperanza de salvación” para la raza humana, una forma única y exclusiva de reconciliación entre el Creador y sus criaturas. Una esperanza viva que es la vida eterna, que procede de Dios mismo, que es un don de gracia, que está definida en las Escrituras, que es una realidad consistente, está garantizada por la resurrección de Jesucristo, el Espíritu Santo la sella en el cristiano genuino, guarda al cristiano de los ataques de Satanás, se confirma mediante las pruebas, produce gozo y se cumple con el regreso de Cristo. Una esperanza viva y verdadera, que es la vida eterna, y que puede ser vista y comprendida únicamente por fe, la certeza de lo se espera, la convicción de lo que no se ve. Se manifiesta por los frutos del Espíritu que produce obras de piedad en aquel que vive y es justificado por fe.
A través del Antiguo Testamento, Dios, el Señor de los Ejércitos, lidia con el pecado insoportable de Su pueblo, y por la falta de arrepentimiento genuino de los hombres, trae juicio -disciplina- y luego concede restauración. Es el carácter del Señor, nuestro Dios, que nunca cambia, y que más desafía nuestra incredulidad o falta de fe. Porque, aunque poseemos el don de la fe verdadera, no la vivimos plenamente en nuestros corazones. Por eso clamamos con lágrimas: Creo, Señor, ayúdame en mi incredulidad. La fe viva y eficaz en una persona, la fe cuya fuente es Jesucristo mismo, el Hijo de Dios, el Mesías prometido, el Rey verdadero que vino finalmente a este mundo como lo profetizaron los hombres de Dios, y que una vez, cumplida Su obra, continúa siendo la única esperanza viva, real del cristiano: la vida eterna en Cristo Jesús.
De la misma manera, así como todo lo profetizado se ha cumplido conforme a las Escrituras, por fe también, esperamos la segunda venida de Cristo por Su iglesia y para la revelación de Su gloria en el juicio final. Cristo es la única esperanza de vida eterna confiable y vivimos cada día mirando hacia Él, conscientes de Su presencia mientras seguimos por el camino estrecho y peleamos la buena batalla de la fe.
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