Introducción
En toda la historia bíblica, Dios ha mostrado su celo por la pureza del culto que recibe (Éxodo 20:3–5; Levítico 10:1–2). Desde los días del tabernáculo hasta la iglesia del Nuevo Testamento, el Señor ha demandado adoración conforme a Su Palabra, no según la imaginación humana (Deuteronomio 12:32; Juan 4:23–24). Cuando los hombres se apartan de esa norma y presentan una adoración fabricada a su manera, están ofreciendo lo que las Escrituras llaman fuego extraño. Hoy, ese fuego no arde en altares de bronce, sino en movimientos religiosos que proclaman tener el poder del Espíritu Santo mientras se burlan de Su verdadera obra revelada en la Escritura (2 Timoteo 3:5).
Vivimos una época en la que el nombre del Espíritu Santo es invocado para justificar lo que Él jamás ha hecho ni dicho (Juan 16:13–14). Se le atribuyen palabras, manifestaciones y supuestas obras milagrosas que contradicen la enseñanza bíblica. Bajo un lenguaje espiritual, se promueven doctrinas de prosperidad, decretos de éxito y experiencias emocionales que distorsionan el propósito eterno del Espíritu: glorificar a Cristo y santificar a los creyentes (1 Tesalonicenses 4:3; Romanos 8:29). Este fenómeno constituye una ofensa grave contra la santidad de Dios y una peligrosa desviación del evangelio (Gálatas 1:8–9).
El fuego extraño del emocionalismo religioso
El fuego extraño de hoy se alimenta del deseo humano de lo espectacular (Mateo 16:4). Muchos buscan señales visibles, éxtasis espirituales o expresiones sobrenaturales como prueba de la presencia de Dios. Sin embargo, las Escrituras enseñan que el Espíritu Santo obra primariamente en el ámbito de la verdad y la santidad, no en el desorden ni en la exaltación emocional (1 Corintios 14:33, 40). Su poder no se manifiesta en gritos o caídas, sino en corazones quebrantados y vidas transformadas (Salmo 51:17; Romanos 12:1–2).
El peligro de sustituir la verdad por la experiencia es que se termina adorando una emoción en lugar de adorar a Dios (Colosenses 2:18–19). Las multitudes pueden confundir lágrimas con arrepentimiento y entusiasmo con fe genuina. Pero el Espíritu Santo no produce confusión ni espectáculo; Él produce obediencia, reverencia y conformidad a la voluntad divina (Juan 14:26; Efesios 5:18–21). Cualquier manifestación que eclipse a Cristo o que desvíe la atención de la Escritura no proviene de Él, por más convincente que parezca (2 Corintios 11:13–15).
Cuando los hombres convierten la adoración en entretenimiento y las iglesias en escenarios de consumo religioso, se pierde la esencia de la comunión con el Espíritu (Filipenses 3:3). Lo que debía ser una expresión de santidad se transforma en un show donde el hombre ocupa el centro. Eso no es fuego del cielo, sino fuego fabricado por manos humanas (Isaías 29:13).
La distorsión del evangelio bajo el disfraz de espiritualidad
El fuego extraño también se manifiesta en la distorsión del mensaje del evangelio (2 Pedro 2:1–3). En lugar de proclamar el llamado al arrepentimiento y la fe en Cristo (Marcos 1:15; Hechos 17:30–31), muchos predicadores anuncian un evangelio de bienestar, donde Dios existe para satisfacer los deseos del hombre (Filipenses 3:18–19). Se predica más sobre riquezas, salud y éxito que sobre la cruz, el pecado y la santificación (1 Corintios 1:18; Lucas 9:23).
El Espíritu Santo fue enviado para convencer al mundo de pecado, justicia y juicio (Juan 16:8), no para respaldar los caprichos de la carne (Romanos 8:5–8). Su misión no es garantizar prosperidad terrenal, sino preparar a los redimidos para la gloria eterna (2 Corintios 4:17–18). Prometer abundancia material como evidencia de fe es una mentira que hiere el alma, porque desvía al creyente de su verdadero tesoro: Cristo mismo (Mateo 6:19–21).
El evangelio no promete ausencia de sufrimiento, sino comunión con Dios en medio de las pruebas (Juan 16:33; 1 Pedro 4:12–13). El Espíritu no otorga poder para manipular la realidad, sino fortaleza para someterse a la voluntad soberana del Padre (Filipenses 4:11–13). Cualquier enseñanza que ponga al hombre en el trono y relegue a Dios a un papel de servidor, contradice el propósito del Espíritu y profana Su nombre (Isaías 42:8).
El verdadero fuego del Espíritu Santo
El verdadero fuego del Espíritu no destruye, sino que purifica (Malaquías 3:2–3). No busca el aplauso del mundo, sino la gloria de Dios (1 Corintios 10:31). Es un fuego que consume el pecado, ilumina la mente con la verdad y enciende el corazón con amor por Cristo (Salmo 119:11; Romanos 5:5). Su obra es profunda y silenciosa: transforma la mente, renueva el carácter y produce frutos de santidad (Gálatas 5:22–23).
Donde el Espíritu mora, hay convicción de pecado, amor por la Palabra, humildad y gozo en la obediencia (Juan 14:15–17; Romanos 8:9). No necesita luces, ni promesas de prosperidad, ni manifestaciones escandalosas. Su poder se evidencia en vidas que reflejan la belleza de la santidad divina (1 Pedro 1:15–16). Así como el fuego en el altar debía mantenerse encendido con sacrificios santos (Levítico 6:12–13), así también el creyente debe mantener ardiendo el fuego de la devoción mediante la oración, la obediencia y el estudio de la Escritura (1 Tesalonicenses 5:16–19).
El Espíritu no exalta experiencias, exalta a Cristo (Juan 16:14). No produce soberbia, produce dependencia (Santiago 4:6–7). No incita a decretar lo que se desea, sino a rendirse ante lo que Dios ha dispuesto (Mateo 26:39). Esa es la diferencia entre el fuego del cielo y el fuego extraño que el mundo celebra.
Llamado a la pureza y al discernimiento
La iglesia necesita volver a discernir entre lo que proviene del Espíritu y lo que proviene del hombre (1 Juan 4:1). No todo lo que parece espiritual lo es. La emoción sin verdad conduce al error, y la fe sin conocimiento se convierte en credulidad (Romanos 10:2). El Espíritu Santo nunca contradice las Escrituras, porque Él mismo es su autor (2 Pedro 1:21). Cualquier práctica, mensaje o manifestación que se aparte de la Palabra, aunque se vista de espiritualidad, debe ser rechazada (Isaías 8:20).
El Señor demanda de Su pueblo una adoración en espíritu y en verdad, no en espectáculo y confusión (Juan 4:24). Así como el fuego extraño provocó la ira de Dios en los días de Aarón (Levítico 10:1–2), también hoy Él llama a su iglesia a no profanar Su nombre con falsos cultos ni falsas doctrinas (Ezequiel 22:26). El creyente debe examinar todo, retener lo bueno y abstenerse de toda forma de mal (1 Tesalonicenses 5:21–22). La fidelidad a la verdad es la evidencia más clara de la obra del Espíritu en una vida (Juan 8:31–32).
Conclusión
El fuego extraño de la religión moderna se presenta como una llama brillante, pero su luz es engañosa (2 Corintios 11:14). Promete poder, emoción y prosperidad, pero deja tras de sí corazones vacíos y fe superficial (Mateo 7:21–23). En cambio, el verdadero fuego del Espíritu Santo transforma, santifica y glorifica a Cristo (2 Corintios 3:18).
El llamado hoy es a rechazar toda forma de engaño espiritual y a buscar la llenura del Espíritu conforme a la Palabra (Efesios 5:18; Colosenses 3:16). Solo así la iglesia podrá resplandecer con el fuego verdadero que viene de Dios, un fuego que no consume a los hombres en su orgullo, sino que los consume en adoración y obediencia (Romanos 12:11).











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