La persona de Jesucristo representa el centro mismo de la fe cristiana. Cada aspecto de Su ser y de Su obra tiene implicaciones teológicas y pastorales profundas. Una de las doctrinas más importantes, y a la vez menos comprendidas, es la impecabilidad de Cristo, es decir, la enseñanza de que Jesús no solo no pecó, sino que no podía pecar. Esta afirmación ha sido objeto de debates históricos y modernos. ¿Cómo podía ser tentado si no tenía posibilidad real de caer? ¿Qué significa que fue tentado “según nuestra semejanza”? ¿Minimiza su divinidad la realidad de su humanidad? Estas preguntas merecen una respuesta clara, bíblica y reverente.
Este mensaje sostiene que Cristo fue verdaderamente tentado, pero absolutamente impecable, y que esta doctrina es esencial tanto para la comprensión de Su persona como para la seguridad de nuestra salvación.
La impecabilidad como atributo del Cristo encarnado
A lo largo de la historia cristiana, la ortodoxia ha afirmado que Jesucristo es una sola persona con dos naturalezas completas: divina y humana. Esta unión hipostática implica que la naturaleza humana de Cristo nunca existió ni actuó separada de su persona divina. Por tanto, aunque verdaderamente humano, Cristo no era simplemente un hombre piadoso o moralmente ejemplar, sino Dios encarnado.
En este sentido, la impecabilidad se deriva no solo de Su conducta, sino de Su ontología. El Hijo eterno, que comparte la misma naturaleza que el Padre y el Espíritu, no puede pecar. Introducir la posibilidad de pecado en Cristo es introducirla en el seno mismo de la Trinidad. Así, afirmar que Cristo podía pecar sería negar su plena deidad, o al menos sugerir una fractura funcional entre sus dos naturalezas.
La Escritura apoya esta impecabilidad no como una conclusión filosófica, sino como una revelación divina. Textos como Hebreos, 1 de Pedro y 2 de Corintios sostienen explícitamente que Jesús fue “sin pecado”, “no conoció pecado”, y “no hizo pecado”. Estos pasajes no solo informan acerca de su comportamiento, sino también de su constitución interna, exenta de toda corrupción. La santidad de Cristo no era simplemente el resultado de una voluntad disciplinada, sino la expresión de Su ser eterno, santo y sin mancha.
La realidad de la tentación en un Cristo impecable
Uno de los mayores desafíos para la doctrina de la impecabilidad es el testimonio bíblico de que Jesús fue tentado. La epístola a los Hebreos declara que fue “tentado en todo según nuestra semejanza”, y los Evangelios narran episodios concretos de tentación, especialmente en el desierto y en Getsemaní.
Ahora bien, la pregunta es válida: ¿puede considerarse real una tentación si no existe posibilidad de caer en ella? La respuesta teológica correcta es sí, y con mayor razón. La verdadera tentación no se define por la presencia de una naturaleza pecaminosa interna, sino por la presencia de una prueba externa que busca inducir al pecado. En este sentido, Cristo fue tentado no desde una concupiscencia interna (como nosotros), sino desde el exterior: por Satanás, por los hombres y por las circunstancias.
Lejos de trivializar la tentación de Cristo, su impecabilidad intensifica su experiencia. Aquel que no cedió nunca, que resistió cada ataque hasta el final, soportó la totalidad del peso de la tentación. Nosotros, al caer, dejamos de luchar; Él, sin ceder, enfrentó la batalla completa. Su resistencia fue absoluta, sostenida por Su comunión perfecta con el Padre y por Su naturaleza inmaculada.
Este punto es crucial para responder a la acusación moderna de que Cristo fue una figura casi “sobrehumana” y que su ejemplo no tiene aplicación real para el creyente. Por el contrario, su victoria en la tentación, como impecable, es precisamente lo que lo capacita para ser nuestro intercesor y ayudador fiel.
Cristo sin pecado: más que una conducta externa
Algunos teólogos contemporáneos han sugerido que Jesús pudo haber experimentado deseos pecaminosos, pero sin darles curso. Esta visión, sin embargo, no encuentra respaldo bíblico ni patrístico. Cristo no solo evitó pecar, sino que no tenía inclinaciones desordenadas en su interior. El pecado no solo no apareció en sus acciones, sino que nunca habitó en su mente, emociones ni voluntad.
Esto tiene una explicación teológica contundente: Jesús no heredó la naturaleza caída de Adán. Fue concebido por el Espíritu Santo y nació de una virgen, lo cual asegura la ausencia de transmisión del pecado original. Su naturaleza humana fue verdadera, pero no corrompida. Fue tentado como el segundo Adán, no como un pecador redimido.
Por tanto, su obediencia no fue una lucha contra el mal interno, sino una manifestación constante de su santidad positiva. Su justicia fue activa: no se limitó a evitar el pecado, sino que cumplió toda justicia, cumpliendo perfectamente la ley de Dios en pensamiento, palabra y obra.
Implicaciones soteriológicas y pastorales
La impecabilidad de Cristo no es un lujo doctrinal; es un pilar esencial del evangelio. Si Cristo hubiese sido capaz de pecar, entonces la cruz se convierte en un riesgo, no en una garantía. Nuestra salvación dependería de la posibilidad de que Jesús fallara. Sin embargo, al saber que no podía pecar, el creyente puede descansar con seguridad en que Su sacrificio fue perfecto y acepto.
Además, la justicia de Cristo nos es imputada. Esa justicia es inquebrantable, porque proviene de un Salvador impecable. Esto constituye la base de nuestra justificación, nuestra aceptación ante Dios y nuestra esperanza eterna.
Desde el punto de vista pastoral, la impecabilidad de Cristo también tiene un impacto consolador. Aunque sin pecado, Él comprende nuestras luchas. Fue tentado como nosotros, sufrió, y puede compadecerse de nuestras debilidades. Su pureza no lo hace inaccesible; al contrario, lo califica como nuestro perfecto intercesor. El trono al que nos acercamos no es de juicio, sino de gracia, y está ocupado por Aquel que venció la tentación por nosotros.
Conclusión
La doctrina de la impecabilidad de Cristo nos invita a adorar, a confiar y a proclamar. Jesucristo fue tentado, pero sin pecado. Su santidad no fue frágil, sino absoluta; su humanidad no fue caída, sino gloriosamente perfecta; su obediencia no fue mecánica, sino libre y voluntaria. Todo esto lo convierte en el único Salvador suficiente y glorioso.
Negar esta doctrina es atentar contra la persona misma de Cristo y poner en peligro la seguridad del evangelio. Afirmarla, en cambio, es honrar al Hijo de Dios, el Cordero sin mancha, que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.
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